Él llegó a casa, como cada tarde después de salir del trabajo. Y en su dulce hogar encontró un panorama dantesco.
Sus tres niños estaban en cueros, jugando en un charco de barro del jardín. El coche de su mujer tenía la puerta abierta y las llaves puestas.
Entró en casa y por poco se desmaya de la impresión. La lámpara de la entrada, medio descolgada, y toda la alfombra, arrugada contra la pared.
La televisión la habían dejado en un canal de dibujos animados, que sonaban a todo volumen. Había juguetes regados por todo el suelo de la casa; en el salón, en el pasillo, en la escalera…
La pila de la cocina rebosaba de platos. Las manchas y chorreones llegaban al techo. El perro había destrozado su saco de pienso y se lo comía a lo largo y ancho de la cocina.
Rápidamente, el hombre fue hacia la escalera. Esquivó como pudo toda la ropa y los juguetes que estaban tirados en ella y llegó hasta el dormitorio, donde estaba su mujer.
Su mayor preocupación era que estuviese enferma o que algo horrible hubiera ocurrido. Pero la encontró en pijama, leyendo cómodamente tendida en la cama.
Él la miró sorprendido: — Pero, ¿qué ha pasado aquí hoy?
Ella le sonrió tranquilamente y respondió: — Cariño, siempre que llegas a casa del trabajo, me preguntas qué carajos fue lo que hice durante el día.
— Sí, ¿y qué?, dijo él.
— Que hoy no lo hice, respondió ella.