Pedro está a punto de pasar a mejor vida. Junto a su cama, está su esposa Ana tomándole de la mano.
El marido comienza a llorar, mientras hace el esfuerzo de decir sus últimas palabras: – Ana…
– Calla, Pedro. Tranquilo -le interrumpe su mujer.
Sin embargo, Pedro insiste: – Ana… -dice con un hilillo de voz- tengo que hablar. Necesito confesarte algo.
– No tienes nada que confesar -responde Ana sumándose a los sollozos. Todo está bien, cariño. Todo está bien.
– No, no lo está. Quiero morirme en paz, Ana. Necesito confesar que… te he sido infiel.
Ana aprieta un poco la mano de su marido y responde afligida: – No importa, Pedro. Ya lo sabía. ¿Por qué crees, si no, que te he envenenado?